Los profesores de secundaria a
veces nos parecemos un poco a Roy, el replicante de Blade Runner que ha visto cosas hermosas vedadas a los humanos: ataques
a naves en llamas más allá de Orión o rayos C brillando en la oscuridad cerca
de la puerta de Tannhäuser. Los profesores de secundaria hemos visto recitar de
memoria la lista de preposiciones a un chaval del barrio. Hemos visto su cara
de asombro al estudiar el funcionamiento del cuerpo humano y hemos visto
también, después de hablar de la invasión de Rusia por Napoleón Bonaparte, cómo
ese mismo cuerpo humano, de apenas un metro y veinte centímetros de estatura, se
estremecía de frío.
En algunos momentos, por encima
de las materias maravillosas que enseñábamos, los profesores hemos tenido que
reprimir alguna lágrima de emoción o de tristeza. En realidad, nuestra
profesión tiene poco que ver con la técnica, aunque en estos días algunos revisemos
nuestras programaciones o preparemos los exámenes recuperatorios de septiembre.
La satisfacción de nuestro trabajo está en el largo plazo, en el agradecimiento
de nuestros alumnos, en la certeza de que la sociedad también camina gracias a
nosotros, aunque, por otra parte, la nuestra sea muchas veces una profesión en
la que se pierde todos los días, porque hay, además de mucha incomprensión, un
estado de incomodidad permanente.
Esta incomodidad ha crecido en
los últimos años, y tiene que ver con algunas contradicciones que todos los
profesores conocemos. Creo que podemos llamarlas ruido, aunque el problema sea
ya difícil de nombrar.
Los profesores vemos cómo muchos
padres se inmiscuyen en nuestra labor docente, en concreto, en aquella que
tiene que ver con nuestro oficio y nuestro saber. Es decir, en un ámbito que no
es de su competencia. Al mismo tiempo, los padres han descuidado su área de actuación
específica, y no prestan la misma atención a lo que, si me lo permiten, llamaré
“educación” de sus hijos.
En el aula también se reproducen
de manera exponencial, quizá por la edad de los estudiantes, los problemas
sociales. Estos problemas también tienen que ver con las familias. La
fragilidad de la institución familiar, por ejemplo, ha tenido terribles consecuencias
para los chavales, aunque haya quien se contente con reducirlas al mero ámbito
del fracaso escolar.
También es palpable la
infiltración de las ideologías y del Estado en nuestras aulas, que viola la
independencia de los profesores e incluso la de tantos padres decididos a ser
ellos quienes eduquen a sus hijos. En este sentido, no puedo dejar de recordar
a Juan Vázquez de Mella, que señalaba una contradicción flagrante en la acción
del Estado sobre la educación: “Ese Estado, que comienza asegurando no conocer
nada, que nada sabe de los grandes problemas que al hombre y a la sociedad se
refieren; él, que no admite ningún principio fijo, ni religioso, ni moral, ni
jurídico, él, se convierte en pedagogo, monopoliza la enseñanza y no consiente
que nadie comparta con él esa tarea”.
El capitalismo, la doctrina
económica más extendida en nuestra sociedad, la verdaderamente rectora, ha
orientado a los colegios hacia el mercado y ha extendido a ellos el principio
de competencia, una guerra a muerte, sin reglas, por el cliente, que siempre
tiene la razón. Algunos de ellos desaparecerán en los próximos años, incapaces
de satisfacer unas demandas quizá muy pregonadas, pero no siempre de acuerdo
con los fines de un colegio.
Las propias demandas de los padres,
fijadas por el mercado, guían la acción de todos los miembros de la comunidad
educativa. ¿Quién establece realmente el currículo? Los colegios lo han
orientado hacia el mercado y cada vez está más presente el objetivo de preparar
a los estudiantes para un futuro exclusivamente laboral que, dicho sea de paso –y,
como se dice, “en un mundo cada vez más cambiante”- es imposible de predecir. De
esta manera, asignaturas como el inglés o aquellas consideradas “útiles” ganan
terreno frente a otras como la Filosofía o la Plástica. Los propios defensores
de estas asignaturas minusvaloradas recurren a argumentos utilitaristas.
El profesor trabaja pues, en medio
de muchas contradicciones de las cuales, no podemos obviarlo, también es
protagonista. Los profesores también somos padres, y nos vemos afectados por el
mercado, y cedemos a sus exigencias porque también, ¿y quién no?, a veces nos
amedrenta el miedo de que nuestros hijos no tengan un futuro agradable o
nosotros mismos perdamos el trabajo con el que mantenemos a nuestras familias.
Somos, además, miembros de la sociedad y contribuyentes del Estado –y el sistema
económico- que se inmiscuye en la educación.
¿Cómo cabalgar tantas
contradicciones? En el día a día, los servimos como podemos, a veces de manera
inconsciente, en el olvido de que servimos, pero haciendo, en construcción
permanente, creciendo con nuestros alumnos, descubriendo con ellos la fuente de
la eterna juventud. Nuestros estudiantes más jóvenes continuarán memorizando la
Canción del Pirata de Espronceda, aprendiendo acerca de la reproducción del ser
humano y maravillándose de que el acueducto de Segovia siga aún en pie. El
asombro es suyo, no sólo nuestro, de los profesores, que también cometemos
muchos errores en el aula, porque somos hombres.
Sin embargo, hay problemas que
superan lo cotidiano. El ruido va en aumento: el Estado impone su ideología, el
capital –editorial, comercial, mercantil- escribe las leyes, también los pedagogos
han introducido una antropología, cada vez más extendida, que coincide con los
intereses de quienes tienen una mera concepción laboral del futuro de las
personas. No hay demasiada reflexión sobre todo esto, en un mundo tan
crepuscular como el de Blade Runner y
los replicantes. Este artículo no contribuye a desenrollar esta buena madeja,
pero quizá el primer paso sea reconocer la complejidad de todo esto. No hay tampoco
demasiada gente que se haga grandes preguntas como, por ejemplo, ¿por qué mandamos a los niños -durante algunos años obligados por el Estado- a estos lugares en donde hay tanto desorden?
Don Minervo