Desde hace un tiempo,
puede que bastantes años, los carlistas reflexionamos acerca de los
partidos políticos. Cuando nos llegó este vídeo sobre la crítica
que hace Simone Weil, invitamos a una serie de jóvenes carlistas a que nos
enviaran una reflexión. Esta es la primera de las opiniones que nos llegaron.
***
Simone Weil es una filósofa que
no he tenido el gusto de leer y, por tanto, difícilmente podré dar una opinión
autorizada acerca de su pensamiento sobre los partidos políticos. Pero, si me
remito al vídeo que Enric Fernández ha publicado en su canal de Youtube, podría
decir que estoy de acuerdo en ciertos aspectos interesantes con la crítica de
la filósofa francesa.
Algo de contexto: recordemos que
la filosofía política moderna tiene en parte su génesis en el gran reto de
limitar el poder absoluto de las monarquías europeas del siglo XVI, XVII y
XVIII. El rey, concebido como una persona privada y un gobernante no
representativo, ejercía, en opinión de algunos, un poder omnímodo y no daba
espacio a otros agentes públicos para organizar la vida social. En mi opinión,
este problema es una de las metas intelectuales de los modernos de todos los
tiempos, sea consciente o inconscientemente.
Hay una cuestión interesante
aquí: si tu meta es luchar contra el poder absoluto de una manera obsesiva
–utilizando toda la filosofía, la política, la retórica y la literatura
política–, precisamente transformas la visión acerca del poder como servicio
público en una especie de báculo todopoderoso que quien lo tiene, lo utiliza
para subyugar a los otros. La visión antropológica de ciertos ilustrados –no
todos, claro– es que el hombre es un lobo para el hombre y que solo la
civilización es la salvación del egoísmo fundamental del ser humano. Esta
visión pesimista acerca de la riqueza espiritual humana es un gran problema.
Todo lo que he dicho son
generalidades sin ningún valor histórico en lo que exactitud se refiere. Aquí
hablo de tendencias que yo estimo fundamentales desde el siglo XVI y XVII hasta
el día de hoy. Y una de ellas es la de concebir a un enemigo fundamental de la
libertad social: el absolutismo político. Se ha creado una actitud filosófica
–llámese democracia, liberalismo...– en la que las instituciones sociales y
políticas se han utilizado, no para llegar a la verdad o la justicia particular
de la comunidad política en el momento histórico que esté viviendo, sino para
luchar contra el fantasma del tirano.
A los tiranos hay que combatirlos
con firmeza claro, pero si uno se obsesiona con ellos, reproduce al enemigo
inconscientemente en la misma estructura política que intenta defender. Véase
en los manuales de Psiquiatría las características del Trastorno
Obsesivo-Compulsivo o las características de una profecía autocumplida. Los
partidos políticos se iniciaron como cauces para establecer la representación
política de los ciudadanos en las cámaras legislativas. En su génesis, quizá no
fueron malos o no lo fueron en todas las cortes democráticas. Sin embargo, la
lucha política que se estableció en los parlamentos liberales forjó una
psicología política orientada a conseguir el poder para luchar permanentemente
contra la tiranía. El complejo de salvador que los partidos políticos, los
programas electorales y toda suerte de retóricas dieron a luz, elevó a cada
partido político y a cada ideología a la categoría de monarca absoluto en medio
de una guerra institucional por conseguir una “mayoría absoluta” que les
legitimara.
Enric Fernández ha dicho algo muy
interesante: en materia de representación conseguida en unas elecciones, nunca
es suficiente el número de escaños conseguidos para los partidos políticos. Una
victoria aplastante sería celebrada con mucho mayor gozo, si cupiera, que una
victoria moderada. El partido político, como encarnación concreta de la
filosofía política moderna, lucha contra la tiranía política desde su
particular punto de vista. Quiere conseguir la libertad desde su parcela
ideológica contra los que ejercen, aún de manera oculta, algún tipo de poder
absoluto: el económico, el familiar, el religioso... Considera que su ideología
es la única que puede establecer la paz y la concordia. Tolerará o respetará
reverencialmente a otros partidos o participará de un sistema al que profesa
estima; pero, sin embargo, se considera a sí mismo la más alta encarnación de
los valores democráticos o sociales. Si no fuera así, ese partido no tendría
militantes, ¿no? Por todo ello, el partido considera que una victoria electoral
aplastante es el mejor escenario posible. En el fondo, el partido político,
como fenómeno político, tiene un gran desprecio a las otras instituciones
políticas. Los hay con más escrúpulos (los liberales) o con menos (los
comunistas y bolcheviques) y, sin embargo, ambos profesan un mismo desprecio a
la pluralidad y al multiculturalismo.
Este tipo de génesis intelectual
del concepto de partido, no es absoluta y tampoco se ha desenvuelto en el plano
de las ideas. Es una evolución en las mentes de los propios seres humanos,
muertos de miedo contra la tiranía desde hace 5 siglos. Por ello –repito– todo
lo que he dicho es inexacto desde la perspectiva histórica: un cuento, un modo
de contemplar la evolución histórica de las ideas. Pero pongo de manifiesto
esta evolución porque creo que tiene cierta verdad interna y que puede iluminar
el momento actual.
Hoy por hoy, consideramos que
votar es el ejercicio de nuestra libertad. Sin embargo, los diputados que nos
representan tienen disciplina de voto y de partido y solo elegimos listas
cerradas y no a personas. No nos representan a nosotros, sino que representan a
los partidos políticos, que aglutinan para sí un tipo de opinión sociológica
generada por los medios de comunicación y por los discursos elocuentes que se
venden en todas partes. En el parlamento no se utiliza la razón para discutir
sobre los asuntos públicos, sino que los programas electorales de los partidos
se imponen en la opinión misma de los diputados. Un partido político
posiblemente no cambiará su opinión acerca de un tema en medio de una discusión
parlamentaria en virtud de su respeto reverencial a la verdad política
concreta, ya que él mismo se considera encarnación de la misma verdad política
y de la justicia. Y si cambiara su opinión, lo haría por una mera cuestión
estratégica. El vecino, en definitiva, queda anulado y no puede discutir en
otros términos que en los de “derecha”, “izquierda”, “socialista”,
“conservador”... Los partidos políticos imponen su propio discurso y toleran a
los disidentes porque es la única manera de respetar a los otros partidos
políticos a los que se enfrentan. Hablamos, claro, de la democracia, del menos
malo –pero horrible e inaceptable– sistema político. Pero se afina cada día
mejor, en dicha democracia, el ataque al hombre libre y anti-partido. El
instrumento actual es la dictadura de lo políticamente correcto.
En ese discurso políticamente correcto participan partidos secretos que nadie conoce y que no son representativos. Masonería, poder económico y sectores industriales, casta política... En una sociedad partidista, lo público se desvanece necesariamente porque el hombre, que pretendía luchar contra el egoísmo y el absolutismo, se ha vuelto, en nombre de la libertad, un egoísta y un absolutista redomado.
A.R.
En ese discurso políticamente correcto participan partidos secretos que nadie conoce y que no son representativos. Masonería, poder económico y sectores industriales, casta política... En una sociedad partidista, lo público se desvanece necesariamente porque el hombre, que pretendía luchar contra el egoísmo y el absolutismo, se ha vuelto, en nombre de la libertad, un egoísta y un absolutista redomado.
A.R.