lunes, 11 de septiembre de 2017

Partidos políticos: el fin de lo público

Desde hace un tiempo, puede que bastantes años, los carlistas reflexionamos acerca de los partidos políticos. Cuando nos llegó este vídeo sobre la crítica que hace Simone Weil, invitamos a una serie de jóvenes carlistas a que nos enviaran una reflexión. Esta es la primera de las opiniones que nos llegaron.


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Simone Weil es una filósofa que no he tenido el gusto de leer y, por tanto, difícilmente podré dar una opinión autorizada acerca de su pensamiento sobre los partidos políticos. Pero, si me remito al vídeo que Enric Fernández ha publicado en su canal de Youtube, podría decir que estoy de acuerdo en ciertos aspectos interesantes con la crítica de la filósofa francesa.

Algo de contexto: recordemos que la filosofía política moderna tiene en parte su génesis en el gran reto de limitar el poder absoluto de las monarquías europeas del siglo XVI, XVII y XVIII. El rey, concebido como una persona privada y un gobernante no representativo, ejercía, en opinión de algunos, un poder omnímodo y no daba espacio a otros agentes públicos para organizar la vida social. En mi opinión, este problema es una de las metas intelectuales de los modernos de todos los tiempos, sea consciente o inconscientemente.

Hay una cuestión interesante aquí: si tu meta es luchar contra el poder absoluto de una manera obsesiva –utilizando toda la filosofía, la política, la retórica y la literatura política–, precisamente transformas la visión acerca del poder como servicio público en una especie de báculo todopoderoso que quien lo tiene, lo utiliza para subyugar a los otros. La visión antropológica de ciertos ilustrados –no todos, claro– es que el hombre es un lobo para el hombre y que solo la civilización es la salvación del egoísmo fundamental del ser humano. Esta visión pesimista acerca de la riqueza espiritual humana es un gran problema.

Todo lo que he dicho son generalidades sin ningún valor histórico en lo que exactitud se refiere. Aquí hablo de tendencias que yo estimo fundamentales desde el siglo XVI y XVII hasta el día de hoy. Y una de ellas es la de concebir a un enemigo fundamental de la libertad social: el absolutismo político. Se ha creado una actitud filosófica –llámese democracia, liberalismo...– en la que las instituciones sociales y políticas se han utilizado, no para llegar a la verdad o la justicia particular de la comunidad política en el momento histórico que esté viviendo, sino para luchar contra el fantasma del tirano.

A los tiranos hay que combatirlos con firmeza claro, pero si uno se obsesiona con ellos, reproduce al enemigo inconscientemente en la misma estructura política que intenta defender. Véase en los manuales de Psiquiatría las características del Trastorno Obsesivo-Compulsivo o las características de una profecía autocumplida. Los partidos políticos se iniciaron como cauces para establecer la representación política de los ciudadanos en las cámaras legislativas. En su génesis, quizá no fueron malos o no lo fueron en todas las cortes democráticas. Sin embargo, la lucha política que se estableció en los parlamentos liberales forjó una psicología política orientada a conseguir el poder para luchar permanentemente contra la tiranía. El complejo de salvador que los partidos políticos, los programas electorales y toda suerte de retóricas dieron a luz, elevó a cada partido político y a cada ideología a la categoría de monarca absoluto en medio de una guerra institucional por conseguir una “mayoría absoluta” que les legitimara.

Enric Fernández ha dicho algo muy interesante: en materia de representación conseguida en unas elecciones, nunca es suficiente el número de escaños conseguidos para los partidos políticos. Una victoria aplastante sería celebrada con mucho mayor gozo, si cupiera, que una victoria moderada. El partido político, como encarnación concreta de la filosofía política moderna, lucha contra la tiranía política desde su particular punto de vista. Quiere conseguir la libertad desde su parcela ideológica contra los que ejercen, aún de manera oculta, algún tipo de poder absoluto: el económico, el familiar, el religioso... Considera que su ideología es la única que puede establecer la paz y la concordia. Tolerará o respetará reverencialmente a otros partidos o participará de un sistema al que profesa estima; pero, sin embargo, se considera a sí mismo la más alta encarnación de los valores democráticos o sociales. Si no fuera así, ese partido no tendría militantes, ¿no? Por todo ello, el partido considera que una victoria electoral aplastante es el mejor escenario posible. En el fondo, el partido político, como fenómeno político, tiene un gran desprecio a las otras instituciones políticas. Los hay con más escrúpulos (los liberales) o con menos (los comunistas y bolcheviques) y, sin embargo, ambos profesan un mismo desprecio a la pluralidad y al multiculturalismo.

Este tipo de génesis intelectual del concepto de partido, no es absoluta y tampoco se ha desenvuelto en el plano de las ideas. Es una evolución en las mentes de los propios seres humanos, muertos de miedo contra la tiranía desde hace 5 siglos. Por ello –repito– todo lo que he dicho es inexacto desde la perspectiva histórica: un cuento, un modo de contemplar la evolución histórica de las ideas. Pero pongo de manifiesto esta evolución porque creo que tiene cierta verdad interna y que puede iluminar el momento actual.

Hoy por hoy, consideramos que votar es el ejercicio de nuestra libertad. Sin embargo, los diputados que nos representan tienen disciplina de voto y de partido y solo elegimos listas cerradas y no a personas. No nos representan a nosotros, sino que representan a los partidos políticos, que aglutinan para sí un tipo de opinión sociológica generada por los medios de comunicación y por los discursos elocuentes que se venden en todas partes. En el parlamento no se utiliza la razón para discutir sobre los asuntos públicos, sino que los programas electorales de los partidos se imponen en la opinión misma de los diputados. Un partido político posiblemente no cambiará su opinión acerca de un tema en medio de una discusión parlamentaria en virtud de su respeto reverencial a la verdad política concreta, ya que él mismo se considera encarnación de la misma verdad política y de la justicia. Y si cambiara su opinión, lo haría por una mera cuestión estratégica. El vecino, en definitiva, queda anulado y no puede discutir en otros términos que en los de “derecha”, “izquierda”, “socialista”, “conservador”... Los partidos políticos imponen su propio discurso y toleran a los disidentes porque es la única manera de respetar a los otros partidos políticos a los que se enfrentan. Hablamos, claro, de la democracia, del menos malo –pero horrible e inaceptable– sistema político. Pero se afina cada día mejor, en dicha democracia, el ataque al hombre libre y anti-partido. El instrumento actual es la dictadura de lo políticamente correcto.

En ese discurso políticamente correcto participan partidos secretos que nadie conoce y que no son representativos. Masonería, poder económico y sectores industriales, casta política... En una sociedad partidista, lo público se desvanece necesariamente porque el hombre, que pretendía luchar contra el egoísmo y el absolutismo, se ha vuelto, en nombre de la libertad, un egoísta y un absolutista redomado.  

A.R.