Estos últimos meses hemos
escuchado muchas críticas al régimen constitucional vigente, algunas más
atinadas que otras. A los carlistas, que celebramos hoy a San Nicolás de Bari, todo
lo que rodea a la Constitución del 78 siempre nos ha parecido un argumento
cursi.
En los tiempos que han llamado de
“Transición” se creó toda una mitología: historietas, canciones, eslóganes.
Esta mitología a duras penas logró maquillar dos detalles fundamentales: que la
Transición y la Constitución de 1978 estaban protagonizadas por personas de la
dictadura franquista y que en España iba a seguir vigente un régimen de
despotismo. Canciones como Libertad sin
ira o el cuento terrorífico de una pre-Transición en la que los españoles
se odiaban a muerte apenas dieron verosimilitud a una realidad que se tambalea
hoy con nuevos problemas, como el de los independentistas catalanes. Incluso a
los autores del engendro, que (por ejemplo) fueron incapaces de prever que lo
que querían los independentistas era la independencia, se les ha dado en llamar
“Padres de la Constitución” con esa reminiscencia a lo estadounidense que tanto
deleita a los apátridas.
El mito es endeble: no estaba
construido para perdurar. Se sostiene con demasiada propaganda. Ya después de
que Tejero entrara en el Congreso a los listillos apenas se les ocurrió aquello
de “Ni está ni se le espera”, pero había muchos cabos sueltos. Los hechos
restaban verosimilitud a la historia. Desde entonces, ante cada uno de los
problemas alentados por la chapuza de los constitucionalistas ha habido respuestas
similares, in extremis, sin virilidad
alguna. Así, nos hemos cansado de escuchar expresiones difusas como
“disfunción” o “error en el diseño”, repetidas como un mantra, como magia, para
explicar la incapacidad de los constitucionalistas.
Despreciaron lo que perdura, la
voz de los pueblos, la sabiduría de los antiguos, el esplendor de la verdad, la
vida de España. Si hoy se mantiene todo el régimen de 1978 es porque es capaz
de funcionar, como las grandes máquinas de la burocracia, al margen de la
patria a la que debería servir. En fin, lo que tratan de ocultar los cursis es
lo siguiente: la Constitución de 1978 alimenta a miles de oficinistas a los que
España importa un bledo. Son derechistas e izquierdistas, agrupaciones de
intereses, partidos de notables, clubes de listillos. Pero su cursilería no les
salvará para la Historia.
***
“Las Constituciones antiguas
fueron el producto natural, espontáneo, de la realidad histórica; las modernas
son creación arbitraria de la abstracción filosófica. Las Constituciones
antiguas fueron la elaboración lenta y silenciosa de los siglos, el centro de
gravedad en que hallaron su equilibrio todas las moléculas del cuerpo social,
la resultante de varias fuerzas convergentes en el interés común; las
Constituciones modernas fueron hechas de golpe por un partido, a veces por unos
cuantos aventureros políticos y filósofos soñadores, en provecho de la facción
triunfante, contra todos los intereses históricos y el verdadero sentimiento
nacional. Las Constituciones antiguas aunque presentan algunas semejanzas entre
sí, se diferencian en muchas maneras por adaptarse al medio en que nacieron y
habían de vivir, al fin, como obra de la naturaleza; las Constituciones
modernas están cortadas por un mismo patrón inflexible, al cabo como engendros
de la idea.
De este origen y naturaleza
íntima de las Constituciones proceden sus diferentes caracteres de rigidez y
flexibilidad, de estabilidad o instabilidad. La Constitución antigua es
flexible y variada, como la naturaleza; la moderna rígida y uniforme, como una
fórmula algebraica; la antigua respondiendo a una verdadera necesidad social,
se arraiga profundamente en las entrañas de la sociedad, y es, por
consiguiente, estable y duradera; la moderna, hija del capricho e introducida
por la violencia, es ludibrio de las oscilaciones de la
opinión y de los vaivenes del albedrío. Finalmente, la moderna es artefacto
mecánico, y la antigua organismo vivo, como ha de ser toda buena Constitución,
porque, según la felicísima frase de Aristóteles, la Constitución es la vida
del Estado”.
P. Narciso Noguer, S.J.
(1858-1939)
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