lunes, 24 de octubre de 2016

El coronel del Tercio de Don Quijote


“Muchos son los que han llegado al Carlismo por esa vía, preponderantemente emocional, de la tradición familiar, al heredar como la más preciada reliquia de su sangre una vieja boina o un desteñido escapulario, cuando no un herrumbroso fusil; y este es un camino claramente emocional. Muchos son también los que han entrado en Comunión con sus hermanos en fe carlista guiados por una intuición, un impulso, una admiración cordial, no demasiado razonada al principio, hacia las maneras de ser, hacia la reciedumbre humana, hacia lo anecdótico o folklórico, valga la expresión, del bronco y viril Carlismo Hispano; hacia su aroma de lealtad, hacia su leyenda de valentía, hacia su fama de desinterés acerca de los bienes terrenales o del poder cuya adquisición exija componendas o simplemente pérdida de esa elegancia que es casi siempre la epidermis que recubre la rectitud sin ocultarla. Y quizá estos sean los más fieles y arriscados reclutas de la Tradición.

Entre todos los Tercios con nombre de batalla o Virgen, entre esas columnas de soldados que a veces, en las noches de niebla, creemos muchos oír todavía a nuestro alrededor como un rumor confuso de cantos y de pasos, de rechinar de correajes y golpeteo metálico de cartuchos y machetes que nos sobrecoge y nos transporta a las más altas emociones de los lejanos 18 años, marcha todavía y siempre, como marchó entonces, un Tercio de Requetés que bien pudiera llevar, para vestir su difuso anonimato, el nombre de “Tercio de Don Quijote”. En él marchan los que se escaparon de casa para ir al frente; los viejos que hicieron la guerra junto a sus hijos, y a veces junto a sus nietos; los que volvieron desde las trincheras conducidos por la Guardia Civil a instancia de sus padres, para terminar el Bachillerato; los que murieron sin pecado y los que borraron los suyos agonizando en un camino bombardeado, a solas con su boina bendecida; los pies planos que tras una jornada montañera increíble eran devueltos a sus casas retorciéndose de dolor y de impotencia; los pasados a todo riesgo de zona roja y los que murieron entre líneas, y los que en aquella mantuvieron una desesperada e ignorada resistencia. Los de la bota, la guitarra y el Rosario, los de patillas a lo Zumalacárregui o barbas a lo Dorregaray; los de las boinas escritas, los definidos en aquella canción tan olvidada y tan nuestra:

“Los que arrastran el capote
Los  que tiran de cuchillo
por el día y por la noche…”

Y también los del Tercio de San Patricio, recordados hace poco por uno de los suyos –Peter Kemp-, en un magnífico libro; y los rusos blancos de Ametralladoras del María de Molina, y los niños de la Legión Castellano-Aragonesa, y los franceses que vinieron siguiendo las huellas de Cathelineau y de tantos otros que siguieron las banderas de Carlos V y Carlos VII.

El Tercio de los soñadores, de los enamorados de imposibles que llegan a hacerlos a la fuerza de entusiasmo y coraje; el Tercio de los que iban para muertos, y de los que no llegaron a serlo sin su culpa; el Tercio de los locos que cantaban en los asaltos y lloraban cuando les dolía el corazón, que era precisamente cuando a ello les daba la real gana…

Y ese Tercio de Don Quijote en marcha eterna lleva a su cabeza, flameando al viento de los páramos el poncho pardo, melena y barba blancas como un airón de espuma, cabalgando un resucitado Rocinante, la “manquedad ingrávida” y soberbia del póstumo Coronel del Requeté; del deslenguado, del insobornable, del barroco y  valeroso hidalgo don Ramón María del Valle Inclán y Montenegro”

(Durán Valdés, Juan, El bardo póstumo en “Valle Inclán y el Carlismo”, S.U.C.C.V.M., Zaragoza, 1969, pp.54-55).



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