miércoles, 6 de diciembre de 2017

Una conspiración de cursis

Estos últimos meses hemos escuchado muchas críticas al régimen constitucional vigente, algunas más atinadas que otras. A los carlistas, que celebramos hoy a San Nicolás de Bari, todo lo que rodea a la Constitución del 78 siempre nos ha parecido un argumento cursi.

En los tiempos que han llamado de “Transición” se creó toda una mitología: historietas, canciones, eslóganes. Esta mitología a duras penas logró maquillar dos detalles fundamentales: que la Transición y la Constitución de 1978 estaban protagonizadas por personas de la dictadura franquista y que en España iba a seguir vigente un régimen de despotismo. Canciones como Libertad sin ira o el cuento terrorífico de una pre-Transición en la que los españoles se odiaban a muerte apenas dieron verosimilitud a una realidad que se tambalea hoy con nuevos problemas, como el de los independentistas catalanes. Incluso a los autores del engendro, que (por ejemplo) fueron incapaces de prever que lo que querían los independentistas era la independencia, se les ha dado en llamar “Padres de la Constitución” con esa reminiscencia a lo estadounidense que tanto deleita a los apátridas.


El mito es endeble: no estaba construido para perdurar. Se sostiene con demasiada propaganda. Ya después de que Tejero entrara en el Congreso a los listillos apenas se les ocurrió aquello de “Ni está ni se le espera”, pero había muchos cabos sueltos. Los hechos restaban verosimilitud a la historia. Desde entonces, ante cada uno de los problemas alentados por la chapuza de los constitucionalistas ha habido respuestas similares, in extremis, sin virilidad alguna. Así, nos hemos cansado de escuchar expresiones difusas como “disfunción” o “error en el diseño”, repetidas como un mantra, como magia, para explicar la incapacidad de los constitucionalistas.

Despreciaron lo que perdura, la voz de los pueblos, la sabiduría de los antiguos, el esplendor de la verdad, la vida de España. Si hoy se mantiene todo el régimen de 1978 es porque es capaz de funcionar, como las grandes máquinas de la burocracia, al margen de la patria a la que debería servir. En fin, lo que tratan de ocultar los cursis es lo siguiente: la Constitución de 1978 alimenta a miles de oficinistas a los que España importa un bledo. Son derechistas e izquierdistas, agrupaciones de intereses, partidos de notables, clubes de listillos. Pero su cursilería no les salvará para la Historia.

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“Las Constituciones antiguas fueron el producto natural, espontáneo, de la realidad histórica; las modernas son creación arbitraria de la abstracción filosófica. Las Constituciones antiguas fueron la elaboración lenta y silenciosa de los siglos, el centro de gravedad en que hallaron su equilibrio todas las moléculas del cuerpo social, la resultante de varias fuerzas convergentes en el interés común; las Constituciones modernas fueron hechas de golpe por un partido, a veces por unos cuantos aventureros políticos y filósofos soñadores, en provecho de la facción triunfante, contra todos los intereses históricos y el verdadero sentimiento nacional. Las Constituciones antiguas aunque presentan algunas semejanzas entre sí, se diferencian en muchas maneras por adaptarse al medio en que nacieron y habían de vivir, al fin, como obra de la naturaleza; las Constituciones modernas están cortadas por un mismo patrón inflexible, al cabo como engendros de la idea.

De este origen y naturaleza íntima de las Constituciones proceden sus diferentes caracteres de rigidez y flexibilidad, de estabilidad o instabilidad. La Constitución antigua es flexible y variada, como la naturaleza; la moderna rígida y uniforme, como una fórmula algebraica; la antigua respondiendo a una verdadera necesidad social, se arraiga profundamente en las entrañas de la sociedad, y es, por consiguiente, estable y duradera; la moderna, hija del capricho e introducida por la violencia, es ludibrio de las oscilaciones de la opinión y de los vaivenes del albedrío. Finalmente, la moderna es artefacto mecánico, y la antigua organismo vivo, como ha de ser toda buena Constitución, porque, según la felicísima frase de Aristóteles, la Constitución es la vida del Estado”.


P. Narciso Noguer, S.J. (1858-1939)

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